Sus deslúcidos ojos parecían un par de huevos podridos; su boca clamante pero insonora era una taza que más tarde albergaría un gran atol de gusanos; de sus incorpóreas orejas goteaba pus verdoso; nariz solapada; cueva de mosquitos…
La sangre se coagulaba en inclemencia, comenzaban las moscas a poner sus huevos y la carne ya hedía muy asquerosamente, a tal punto que podía oler la putrefacción desde varios metros con tan sólo una suave inhalada.
Me acerqué con desgano alargando aún más mis extremidades, cerrando los ojos y tambaleando mi valentía. Surqué entre las aves carroñeras de rostros color vermejo-escarlata que lo entrelazaban.
Detallé sin reparo unos bastos segundos e indudablemente sin pudor mi estómago soltó el aliento y mi carga matutina estrellada al suelo hizo posterior juego con la escena en cuestión.
Escupí lo que quedaba entre el paladar y la glotis, limpié mi boca y me alejé sin detener el paso pensando: “¡zape, menos mal que ese cadáver no es el mío!”.
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